Sobre “zonas vírgenes”, la imaginación humana y los pueblos indígenas
O cómo el concepto occidental de “zonas vírgenes” y las políticas conservacionistas han afectado a los pueblos indígenas.
Las dehesas de las Grandes Praderas de Norte América se extienden kilómetro tras kilómetro desde la estepa cubierta de arbustos de Dakota del Sur hasta las Black Hills. En 1980, acres de abetos y cañones, excavados en la tierra por los arroyos que fluyen por su lecho, fueron declarados reserva “virgen” por el Gobierno de Estados Unidos.
Para los nativos norteamericanos, sin embargo, la zona no era pristina, ni un parque natural. “Nosotros no consideramos las grandes y abiertas llanuras, las bellas colinas ondulantes o los riachuelos serpenteantes como ‘vírgenes’”, dijo Luther Standing Bear, del pueblo sioux oglala dakota. “Para nosotros, estaban domesticadas. Sólo para el hombre blanco es la naturaleza salvaje”. En pocas palabras, Luther Standing Bear había articulado dos enfoques muy distintos sobre el mundo natural.
En el mundo occidental, el concepto de “tierra virgen” se relaciona desde hace mucho con la belleza natural prístina, aún no contaminada por la vida humana: un edén, un santuario, un antídoto frente a la vida urbana. Durante el siglo XIX esas ideas se vieron reflejadas en el arte. “En la naturaleza salvaje está la preservación del mundo”, escribió Henry Thoreau. Para el naturalista John Muir, la comunión con la naturaleza sirvió para “limpiar” su espíritu, mientras que las famosas fotografías que Ansel Adams hizo del parque nacional de Yosemite no contenían ningún signo de vida humana.
Sin embargo, al atribuir cualidades de otro mundo a la naturaleza, y al verla como un espacio sagrado habitado por Dios pero en el que el hombre es un intruso, se desarrollaron ideas que estuvieron, probablemente, en la raíz de las políticas conservacionistas. “Durante décadas, la idea de ‘tierra virgen’ ha sido uno de los principios fundamentales del movimiento medioambiental”, escribió el historiador William Cronon. Dichas políticas han tenido un efecto negativo sobre los pueblos indígenas para quienes esos “lugares salvajes” son, sencillamente, su hogar.
Fue en Yosemite, en las tierras de las que el pueblo ahwahneechee llevaba cuidando desde hacía generaciones, donde se estableció el primer parque nacional del mundo. Posteriormente, en 1872, se creó el Parque Nacional de Yellowstone. Para ello, el Gobierno expulsó a los indígenas que, se cree, habían vivido allí desde hacía más de 11.000 años.
En la actualidad hay unas 120.000 zonas protegidas en todo el mundo, que cubren casi el 15% de la superficie terrestre. La conservación es vital, indudablemente, en un momento en el que la diversidad biológica del planeta se encuentra tan amenazada. Pero el lamentable telón de fondo de estas estadísticas, la historia que no se cuenta para poder seguir preservando “la naturaleza salvaje”, es un intenso sufrimiento humano. Para la creación de muchas de esas reservas, millones de personas, en su mayoría indígenas, han sido desalojados de sus hogares.
En la India, cientos de miles de personas ya han sido expulsadas de distintos parques en nombre de la conservación. En África también tienen lugar desalojos masivos, como los de los “pigmeos” batwas, a quienes se obligó a marcharse de la selva de Bwindi, en Uganda, para proteger a los gorilas de montaña. Los waliangulos de Kenia, que antes vivían en la zona del parque nacional de Tsavo, han sido asimismo expulsados. “Esta variante de robo de tierras está emergiendo rápidamente como uno de los principales problemas a los que se enfrentan los pueblos indígenas en la actualidad”, explica Stephen Corry, director de Survival International.
Para los pueblos indígenas importa poco si el robo de sus tierras ancestrales es por motivos medioambientales o comerciales. Los primeros pueden parecer más benignos, pero para los indígenas las consecuencias son igualmente catastróficas. Una vez que se los separa de sus tierras, estos pueblos comienzan a perder las tradiciones, habilidades y conocimientos que juntos conformaban el tapiz de su identidad. A continuación llega el empeoramiento profundo de su salud física y mental.
Las tierras también “se divorcian” de sus propietarios indígenas. El 80% de las áreas biológicamente ricas del mundo están en territorios de comunidades indígenas que, a lo largo de milenios, han encontrado ingeniosas formas de cubrir sus necesidades a la vez que mantienen el equilibrio ecológico de su entorno. Dichos principios sustentables se ven claramente en la salud de la Amazonia: gran parte del territorio que se encuentra fuera de las reservas indígenas ya ha sido arrasado, mientras que se mantiene prácticamente intacto en dichas zonas protegidas. Otro ejemplo parecido es el de las islas Andamán, donde sólo queda selva dentro de la reserva jarawa. Podemos decir que es precisamente el hecho de que los lugares “vírgenes” hayan tenido guardianes indígenas que han cuidado de ellos el que ha llevado a los conservacionistas a elegirlos para convertirlos en reservas.
La forma de pensar ha cambiado, sin lugar a dudas, desde los tiempos de Yosemite, y las actitudes se han modificado incluso desde 1964, cuando la Ley de Areas Salvajes de Estados Unidos establecía que: “un área de vida salvaje se reconoce como un área en la que el hombre es un visitante que no permanece allí”. En 2007, la Declaración de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas decía que los pueblos indígenas deben otorgar su “consentimiento libre, previo e informado antes de aprobar cualquier proyecto que afecte a sus tierras”. La doctora Jo Woodman, de Survival, cree que “existe una nueva visión de la conservación en la que se reconoce a los pueblos indígenas como los legítimos protectores de la tierra”. Recientemente, el Gobierno indio eliminó su política de expulsar a los indígenas de las zonas ricas en vida salvaje para convertirlas en parques nacionales.
Pero aún queda un largo camino por recorrer. Los pueblos indígenas siguen siendo excluidos de las discusiones sobre el futuro de sus hogares ancestrales, a pesar de que muy a menudo han sido ellos mismos los que, en palabras del chamán yanomami Davi Kopenawa, “han preservado las tierras, la caza, la pesca y los frutos”. Corry opina que la conservación de la biodiversidad solo debería promoverse con el consentimiento de los indígenas. “Proteger los ecosistemas no significa protegerlos de las personas que siempre han sido sus guardianes”, dice. “La conservación medioambiental no debería estar por encima de los derechos indígenas”.
Puede que también haya cabida para un objetivo cultural más amplio, que reside en reformular la idea popular de “tierra virgen” en el pensamiento occidental mediante el reconocimiento de la larga relación entre el hombre y el mundo natural. Las actitudes destructivas nacen, en parte, de ideas duales; en este caso, en el énfasis en la separación entre el hombre y la naturaleza. “Probablemente, cualquier forma de entender la naturaleza que nos anime a creer que somos distintos de ella reforzará el comportamiento irresponsable”, dice William Cronon. Los pueblos indígenas de todo el mundo aún entienden mejor que el resto de nosotros, de forma intuitiva, esta relación simbiótica. Y de nuevo tenemos que citar a Davi Kopenawa: “El medio ambiente no está separado de nosotros: estamos en dentro de él y él, dentro de nosotros”.